EMPIEZA A LEER Y NO PODRÁS PARAR


Sam Robinson y la
Noche de terror en Hellstown

Prólogo
Aclaración para mis jóvenes lectores


Hola a todos. Me llamo Samuel, Samuel Adam Robinson, pero en casa siempre me han llamado Sammy, o sencillamente Sam (incluso hoy día mi mujer me llama Sammy cuando va a darme alguna mala noticia). Si ahora vengo a importunaros, aquí entre estas páginas, es porque creo que tengo alguna que otra buena historia que contaros. De hecho, tengo un buen puñado de magníficas historias, y no es que quiera presumir, ni dármelas de interesante, es que, de verdad, de verdad, son muy buenas.
Si me animo ahora a contaros ésta es porque dio inicio a una etapa maravillosa de mi vida, allá por mis diez o doce años de edad. Por eso, y porque mis hijos tienen actualmente esa edad, concretamente trece y nueve años; y me parece que dejarles por escrito mis aventuras infantiles puede interesarles, si no ahora, sí dentro de un tiempo, para que cuando tengan mi edad sepan valorar con alegría y quizá algo de nostalgia esa época de la vida que da pie a tantas cosas. Espero que a vosotros os interese mucho más que a ellos, que me consideran un carroza, un anticuado (sobre todo cuando me pongo a escuchar mis viejos discos de vinilo y ellos me dicen que todo en digital es mejor. ¡No saben lo que se pierden!).
¿Qué deciros de lo que os vais a encontrar en las siguientes páginas? Lo primero que debería explicaros es que los hechos se produjeron en el lugar donde yo vivía, en un barrio a las afueras de una gran ciudad de la costa este de Estados Unidos, llamada Hellstown. Pero no os preocupéis por ese nombre: quien se lo puso debía de ser algo dramático… En realidad, yo vivía en el típico barrio de clase media, formado por casas con su jardincito, su valla blanca, su garaje, sus árboles… Con niños siempre jugando en las aceras o la calzada, los chicos subiendo por el tejado hasta la habitación de sus amigos o su novia, y sus largas horas de tiempo libre, sobre todo en verano, debido a las jornadas de nuestros padres.
Otra cosa que deberíais saber es que lo que voy a narraros sucedió cuando yo tenía una edad, digamos que… algo impresionable (como espero que os impresione a vosotros), y puede que alguno de los hechos que os cuento no fueran del todo como os los cuento. Pero si no puedo aseguraros que mi edad de entonces y mi memoria actual os narren todo tal y como fue, lo que sí puedo prometeros es que todo cuanto os cuento es esencialmente verdad.
¿Y qué más decir? No quiero aburriros con largas introducciones, así que lo único que quiero añadir es que todo esto sucedió allá por los años ochenta del siglo XX, y como todo el mundo sabe los ochenta fueron la década más prodigiosa de la historia de la humanidad. ¿Qué no podía ocurrir?


1
Una reunión nocturna


Todo comenzó una estupenda y soleada mañana de primavera. Recuerdo que era soleada porque yo iba con los pantalones cortos de jugar al fútbol, y como es normal en los niños de esa edad, llevaba de rodillas para abajo todo embarrado. Ese día salíamos los chicos algo antes de hora, ya que a mitad de mañana casi toda la clase salía de excursión hacia una fábrica de ordenadores. Las computadoras eran una cosa extraordinaria entonces, que servían para hacer cálculos, escribir y no sé qué más. Yo no tuve mi primer ordenador hasta mucho después, pero ya entonces era algo importante. Como casi todo el curso iba, los niños que no fuimos pudimos salir antes, para que no diéramos más clases que el resto (y sospecho que porque los profesores no querían cuidar de los pocos gamberretes que quedábamos).
Yo estaba con mi inseparable amigo Frog. Por supuesto ese no era su nombre, pero todos le conocíamos así desde siempre. Tenía mi amigo una cara y una mirada curiosa, como la de alguien que descubre constantemente cosas nuevas a su alrededor. Era un chico inventivo, que siempre o casi siempre llevaba una gorra y una mochila a la espalda; pero no la mochila del colegio (pues siempre dejaba todo el material escolar en la taquilla) sino una mochila donde solía llevar “sus cosas”, como veréis. Todo lo que puedo contaros de mi amigo Frog es poco, y con sólo deciros que éramos uña y carne os lo digo todo. De hecho, no teníamos ninguno de los dos muchos más amigos, por lo menos no tan buenos, así que pasábamos juntos casi todo el tiempo que nos dejaban nuestras obligaciones familiares y, claro, los deberes de la escuela (si no hacíamos los deberes podíamos pasar más tiempo haciendo el tonto, pero eso tenía desagradables consecuencias al día siguiente).
Frog, cuyo verdadero nombre era… ¡uf!, ahora no recuerdo, porque siempre le llamábamos todos así, incluidos los maestros o sus padres (aunque al principio le molestaba pronto se sintió a gusto con su apodo como si fuera verdadero nombre), era el tipo más impredecible que uno pudiera imaginarse: siempre aparecía de pronto, sin avisar, por mi casa, entrando por la ventana de mi cuarto, trayendo el último invento, la última noticia, o el último disco, película, o por supuesto cómic que apareciese, antes de que nadie más se enterara. Siempre estaba al cabo de todo, de un modo que para mí era inexplicable, pero ciertamente entretenido. Casi podría decirse que toda mi información acerca del mundo procedía de él. En ese sentido yo era más soñador.
Pues como os decía, salíamos juntos del colegio, y debíamos esperar allí a que nos recogiera mi hermana mayor, Chloe. Ella venía del instituto que estaba a espaldas del colegio, y realmente le reventaba tener que recogerme para llevarme a casa, pero es que estaba a un buen trecho de distancia, y mis padres así se lo habían ordenado (no porque temiesen que a mí fuera a pasarme algo, sino al contrario, para evitar que Frog y yo hiciéramos alguna trastada a algún incauto vecino). Si yo tenía un amigo inseparable, lo mismo podía decirse de mi hermana, que siempre estaba con su amiga Laura, una chica con gafas, más bien tímida, que en realidad encajaba poco con ella, pero se querían un montón. Nos es que a mí Laura me cayera mal; lo que no entendía es cómo cuando llamaba por teléfono a mi hermana podían estar tanto, tanto hablando sin parar. ¿Qué tendrían que contarse, si se veían todos los días? Ahora que tengo una hija sucede lo mismo, pero por fortuna tiene un teléfono móvil.
Mi hermana era muy tonta y repelente. No, os miento. Era una chica encantadora, muy maja. Hoy sigue siendo una gran mujer. Pero por aquella época yo tenía unos diez años, así que mi relación con mi hermana, a la que a menudo le tocaba ser la autoridad sobre mí cuando no estaban papá y mamá (y no porque a ella le hiciera ninguna gracia esa situación), la convertía en el perfecto blanco de mis bromas, como esconderle las cosas, pintarle la ropa, o chincharla en general y sin motivo alguno. Ahora entiendo que eso eran tonterías de niño pequeño. Supongo que yo quería llamar su atención de alguna manera, y esa era en cierto modo mi forma de mostrarle mi amor (una forma muy, muy rara). En cualquier caso, aquella mañana ella iba por los pasillos del instituto con su amiga Laura en dirección a su taquilla cuando unos chicos les dijeron…
Un momento, esperad. Acabo de caer en la cuenta de algo. Os preguntaréis cómo sé yo lo que pasó o lo que dijo no sé quién en un sitio en el que yo no estaba… Veréis, hago este pequeño paréntesis para explicaros que muchas veces, aunque cuente algo de alguien o de una situación en la que no estaba presente es porque después, preguntando, he podido más o menos reconstruir de forma fidedigna cómo sucedieron las cosas. De verdad, os aseguro que no me lo estoy inventando. Hecho este pequeño paréntesis, puedo volver por donde iba. ¿Y dónde era? Ah, sí…
…Un grupo de tres chicos, apoyados en sus taquillas, con sus cazadoras del equipo de fútbol americano, les sonrieron al pasar, y el más guapo de ellos, Jesse, que era precisamente el que le gustaba a mi hermana, le dijo:
‒Oye, Chloe, ¿sigue en pie lo de esta noche?
−No sé, Jesse, me da un poco de miedo…
−Vamos, no seas así. Iremos los tres; si pasa algo os protegeremos a Laura y a ti.
−No sé si fiarme… Y a Laura no le caen nada bien tus amigos.
−¿Es verdad eso, Laura?
Laura sólo torció el gesto. Eso era un sí.
−Bueno, no te preocupes por ellos –siguió Jesse−, lo importante es pasar un rato divertido, ¿no?
−Sí, supongo…
−¿Eso es un sí?
−Supongo… −a mi hermana no costaba mucho convencerla de hacer algo que ella quería hacer.
−¡Estupendo, nos vemos a las nueve! –y cada uno siguió su camino, mi hermana con Laura hacia la puerta del colegio para recogerme, y Jesse con sus amigos adonde fuera.
Eso que querían hacer esa noche era jugar a la ouija… si a eso se le puede llamar jugar. Debido a lo que pasó después yo os recomendaría no tocar para nada esas cosas, porque entrañan ciertos peligros que no comprendemos bien. Y cómo no, esos peligros dieron lugar a lo que sucedió después; pero no adelantemos acontecimientos. En cualquier caso, la ouija no es un juguete.
Pues sí, aquella noche nuestros padres estaban fuera de casa. Habían tenido que ir a un congreso de negocios a otra ciudad, y dejaron a mi hermana a mi cargo, lo que significaba que nada bueno podía pasar. Y lo que inevitablemente tenía que pasar era que Frog viniera a pasar la tarde y a dormir. Además, no teníamos apenas deberes, con lo que pudimos cazar bichos en el jardín, jugar con su último invento (un lanzapatatas, con el que una lámpara muy querida por mi madre no salió muy bien parada), y hacer experimentos en el horno con mis soldaditos de plástico, entre otras muchas cosas. Laura llegó más tarde, ya para la cena. Laura siempre llegaba en el momento justo en el que la pizza llegaba a casa, y yo siempre sospeché que tenía controlado de alguna manera al repartidor, pues aparecía para zampar como un reloj.
Que estuviera ella allí nos dio un motivo adicional para chinchar. Sobre todo a Frog. Lo que os voy a contar es un pequeño secreto, no lo digáis por ahí… pero la verdad es que a Frog le gustaba un poco Laura. Ella, con sus gafitas redondas, sus jerséis de punto, y su aire a la vez sabio y despistado, resultaba encantadora. En cualquier caso, Frog no tenía nada que hacer, pues mi hermana y ella nos sacaban varios años, y como todo el mundo sabe a las chicas les gustan los chicos mayores que ellas, no los menores. Sin embargo, Frog no perdía la esperanza de conquistarla, o al menos de impresionarla algún día. En cualquier caso, como le gustaba, y éramos unos niños, su única forma de demostrarlo era molestándola todo lo posible, reírse de ella, de sus gafas, sus andares, su ropa, su forma de hablar, su pelo, o lo que fuera. Sí… los niños son muy raros.
Y en esas estábamos:
−¡Laura se va a comer toda la pizza! –me quejé, indignado−. ¡Así está de gorda!
−Yo noztoy godda, ibécil− dijo con la boca llena de pizza.
Aunque mi hermana era más guapa que ella, Frog nunca prestó la menor atención a Chloe, por lo que se libró de que le disparara miguitas de pan mojadas con la pajita de refresco.
−¡Estate quieto, cerdo! –le gritó mi hermana dándole un manotazo en el hombro. Y tú, Laura, deja de comerte la pizza, que aún no han venido los chicos y es para todos…
−Sólo la estaba probando… −le contestó a la vez que tragaba.
En ese preciso instante, y mientras Frog estaba a punto de hacer alguna otra travesura, sonó el timbre (pese a que en las típicas teleseries la gente siempre entra por la puerta sin llamar, así, sin más, yo os aseguro que las puertas de las casas suelen estar cerradas y la gente tiene que llamar al timbre si quiere entrar).
Al parecer eran los chicos, que ya llegaban. En cuanto el timbre sonó, a mi hermana se le iluminó la cara, y esbozó una amplia sonrisa de oreja a oreja, dando palmas y todo y corriendo a la puerta. En ese momento yo no entendí por qué. “Si sólo son unos chicos, son como nosotros…”, pensé mirando extrañado a Frog, que en ese momento tenía un bote de nata montada en una mano y uno de sirope de chocolate en la otra.


2
El tablero de ouija


Mi hermana se recompuso, se atusó el pelo, y abrió la puerta.
−Pasad, chicos. Hola Jesse −dijo algo sonrojada.
−Hola, Chloe –contestó él, sonriente, al pasar−. Traemos unas cervezas que le he cogido a mi padre.
−¡Genial! −contestó de forma inesperadamente alegre Laura, desde la cocina.
Pasaron al salón, donde se pusieron cómodos, y naturalmente mi hermana nos echó de allí. Pero como no teníamos otra cosa mejor que hacer, les espiábamos desde el pasamanos de la escalera que subía al piso de arriba, intentando desentrañar su extraño comportamiento. Sonreían mucho, mi hermana no dejaba de tocarse el pelo, Laura tenía cara de pocos amigos (aunque después de beber dos tragos de cerveza eso fue cambiando), y los otros dos chicos, que eran gemelos, se turnaban para intercambiar frases con Laura, que pasaba de ellos olímpicamente.
Nos dejaron a Frog y a mí dos trozos de la pizza familiar, y todo el batido de chocolate que pudiéramos desear (con la intención, claro, de que no molestáramos). Al rato, ya caída la noche, sacaron la ouija, que era un tablero plegable, lleno de letras y números, y algunas palabras simples, como “si” o “no”, “verdadero”, “falso”, etc. Ni Frog ni yo sabíamos entonces qué era aquello de la ouija, aunque hubiésemos oído alguna vez mencionarla. Pensábamos que sería alguna cosa divertidísima y curiosísima, pero después de ver que no era nada más que un cartón con letras nos desilusionamos un poco (“¿encima hay que leer?”, preguntó Frog). Pero aun así seguimos curioseando, buscando la forma de entretenernos, y si fuera posible, de arruinarles la noche a todos, como corresponde a un buen hermano pequeño.
−Está bien, creo que podemos comenzar –señaló Jesse.
−¿Estás seguro de esto? −preguntó mi hermana, algo temerosa−. Quizá podríamos simplemente escuchar música y charlar…
−¡Ni hablar! Vamos, será divertido. Podremos hablar con un espíritu.
−Yo podría traer algo de picar de la cocina –indicó Laura.
−Necesitaremos un vaso –señalaron a la par los gemelos.
Aquí debo hacer una aclaración a todos los jóvenes e incautos lectores que pueda tener. Pese a que en muchos sitios se afirma que los gemelos hablan a la vez, o que incluso si pinchas a uno al otro también le duele, aunque esté muy lejos, eso sencillamente es una tontería. Los gemelos son individuos distintos, y en general, aunque si quisieran podrían, no les gusta hablar a la vez, ni que les confundan entre sí. No obstante, Brad y Chad, que así se llamaban, sí hablaban a la vez, y les gustaba confundirse entre sí, sobre todo a la hora de los exámenes (pues a Brad se le daban bien las letras, y a Chad las ciencias, o al revés, no me acuerdo), y se interesaban por la misma chica (esa noche le tocó a Laura ser objeto de sus atenciones). Así que ya sabéis, los gemelos no hablan a la vez, aunque estos dos chorlitos sí. Sigamos.
Apagaron la luz de la lámpara, dejando la de la cocina encendida, la cual daba algo de luz al salón; pero éste quedó medio en penumbra, dando algo de misterio a la escena. Pusieron el tablero en el centro de la mesa, el vaso encima, y se sentaron alrededor.
−¿No hay que cogerse de las manos ni nada? –preguntó Laura.
−No, tenemos que tener todos un dedo sobre el vaso para poder preguntar algo –le respondió Jesse.
−¡Genial! Así podré seguir comiendo ganchitos con la otra mano.
−Esto no me gusta –dijo mi hermana.
−Tranquila, ya verás cómo no pasa nada –le dijo cálidamente Jesse acercando su rostro al de ella, con lo que los ojos de mi hermana hicieron chiribitas−. Está bien. Tenemos que empezar con un saludo respetuoso a los seres del otro lado, y después preguntemos lo que queramos. Pero mejor si planteamos preguntas sencillas de responder, con un sí o un no, o con una sola palabra.
−¿Así que no podré preguntarles dónde perdí las llaves de casa? –preguntó Laura.
−No, no creo –respondió él.
−¿Y si Elvis está realmente muerto? –preguntaron los gemelos.
−Eso creo que sí –señaló.
−A mí me gustaría hablar con mi abuela –dijo mi hermana, algo melancólica−. Se fue de repente y no pude despedirme. La quería mucho.
−Podemos intentar hablar con ella –le dijo un atento Jesse, cogiéndola de la mano. ¡Cogiéndola de la mano!
−¡La está cogiendo de la mano! –le dije por lo bajo a Frog, a mi lado.
−¡Bah! Eso no es nada: yo cojo mucho a mi hermanita de la mano al cruzar la calle…
−Eso no cuenta –repliqué.
−Ya verás cómo antes de que acabe la noche cojo de la mano a Laura. Apuesta lo que quieras.
−Jamás tocaría a un mono como tú. Si quieres me apuesto mi balón de fútbol contra tus prismáticos.
−¡Dalo por hecho!
Abajo seguían a su rollo, y Jesse inició la sesión:
−Lengua de gato, aliento de dragón, nos presentamos esta noche con respeto y devoción…
−¿De dónde has sacado esa tontería? –preguntó burlona Laura, que no creía para nada en aquello.
−Estaba escrito detrás de la caja… −respondió Jesse, no muy convencido−. Dejadme seguir.
Se puso seriote otra vez, en un tono así como trascendente:
−Ala de murciélago, ojo de serpiente, contestadnos ahora y os ofreceremos un presente.
−¿Un presente? ¿Qué presente? –dijo extrañada mi hermana.
−Aquí dice que puede ser cualquier cosa de buena fe, como una flor, o una taza de cacao. Quizá les podríamos dejar el trozo de pizza que ha sobrado…
−¡Eso sí que no! –replicó Laura indignada.
−Nosotros tenemos una chocolatina –indicaron los gemelos.
−Bueno, eso servirá. ¿A quién no le gusta el chocolate?
−A mí me gusta mucho… pero es que me salen granos… −dijo mi hermana relamiéndose al ver la deliciosa chocolatina, como deseando cogerla y devorarla en aquel mismo momento.
−Bueno, ¿y qué vamos a preguntar? –dijo Laura.
−La verdad, no lo había pensado mucho… −contestó Jesse−. Podríamos preguntar si aprobaremos el examen de matemáticas de la señora Patinkin.
−¡Ésa sí que es una vieja bruja! –exclamaron los gemelos.
−No digas tonterías, no se le puede preguntar eso a los espíritus… Se podrían enfadar –señaló con buen tino mi hermana−. Déjame a mí –y tras decir esto puso su dedo sobre el vaso, en el centro del tablero. Los demás hicieron lo mismo. Laura tuvo que rechupetearse el dedo antes de colocarlo allí, porque lo tenía sucio de meterlo en la bolsa de ganchitos.
−Ya verás −me dijo Frog, y bajó las escaleras mientras yo seguía mirando estupefacto.
−Abu, soy yo, Chloe. Abuela, ¿estás ahí? ¿Puedes oírme?
Todos se quedaron de pronto en silencio, mirando al vaso, ahí, en mitad del tablero, en mitad de la mesa, en mitad del salón, en mitad de la casa. Pero no pasaba nada. Entonces se miraron entre ellos, sólo con los ojos, sin girar el cuello.
−Vuelve a intentarlo –dijo Jesse.
−Está bien. Abuela, si estás ahí sólo quería decirte que te echo mucho de menos, y que me gustaría que no te hubieses muerto y que estuvieras aquí, y que siguieras haciendo esas tartas de cereza tan ricas como antes, y que me leyeras viejas historias como solías, e ir al campo contigo y observar los pájaros y los peces del lago, y verte coser calcetines y bufandas y gorros para el invierno. Abuela, si estás ahí, ¿podrías decirnos si me has oído?
Todos se quedaron mirando el vaso, inmóvil. Entonces tembló un poco.
−¿Lo estáis moviendo?
−Yo no –dijo Laura.
−Yo tampoco −dijo Jesse.
−Nosotros tampoco –dijeron Chad y Brad.
De repente, para asombro de todos, y sobre todo mío, que observaba desde las escaleras con la boca abierta, el vaso comenzó a moverse, al principio muy despacito, y luego más rápido.
−“Hola” –dijo la ouija.
−¡Ha dicho hola! –dijo una súbitamente convencida Laura.
−Espera, calla –le interrumpió mi hermana−. Abuela, ¿hay algo que quieras decirme?
−Entonces el vaso comenzó a deslizarse velozmente por el tablero:
“B”, “e”, “s”…
−Mi hermana aguardaba expectante la respuesta, a la vez que intentaba formar las palabras. Yo también estaba expectante, pues al fin y al cabo era mi abuela, y yo también la quería, aunque no hubiera pasado tanto tiempo con ella. Mi hermana siguió leyendo:
−Besa… Besa a Chad y a Brad. ¡Besa a Chad y a Brad!
Chad y Brad rieron como idiotas.
−Jajajaja…
−¡Sois unos imbéciles! –les gritó ella, y metiendo la mano en la enorme bolsa de panchitos de Laura, se los arrojó con furia a la cara.
−Vamos, chicos, no os comportéis como niños… −les indicó Jesse, algo avergonzado por su comportamiento, sobre todo de cara a mi hermana.
−Todo esto sólo ha servido para desperdiciar comida –murmuró Laura.
Pero mi hermana ya se había metido en aquello demasiado; había puesto sus esperanzas en ese estúpido juguete (bueno, recordad que no es un juguete, chicas y chicos), y quería intentarlo otra vez, esta vez en serio. Así que se puso firme, muy solemne, e incluso encendió una velita y la colocó sobre la mesa, y puso también frente a sí una foto de la abuela que cogió de la repisa de la chimenea.
−Abuela… abuela, si de verdad estás ahí, si puedes oírme… me gustaría que me dijeras si estás bien, o si estás disgustada por algo que yo haya hecho.
Aquel estúpido vaso de vidrio regalado en el McDonald’s no se movió en absoluto, pero la luz de la cocina se apagó de pronto, y todo quedó en oscuridad total, salvo por la vela.
−¡Ah! –gritó Laura asustada.
−Tranquilos, habrá sido sólo un corte de luz –intentó tranquilizar Jesse, con un tono de voz (esperemos que no lea esto) algo tembloroso. Por lo que pude saber después, mi hermana le aferraba fuertemente de la mano.
Entonces, para sorpresa de todos ellos, y mía, empezó a oírse un leve sonido como de aire o viento, que luego se fue intensificando y se sintió claramente como una respiración, o un aliento. Acabó siendo una voz.
−Niiiñooos…. ¡Niiiñooos!
−¡Aaahhh! –se le escapó a Laura, abrazándose a mi hermana. Los gemelos hicieron lo propio entre sí.
El fantasma continuó:
−Niiiñooos… Me habéis despertado de mi eterno descanso…
−¡Oh no! –exclamó mi hermana.
−Me habéis hecho enfadar… me vengaré… −siguió el lúgubre fantasma. La verdad, mi abuela era muy amable y me extrañaba tanta mala leche, pero en aquel momento, con la oscuridad y el ambiente… como que me quedé helado.
−¿Qué podemos hacer? No queríamos molestarte… −replicó mi hermana.
El fantasma pareció pensárselo, porque hubo una pausa.
−Dejadme la chocolatina, y el último trozo de pizza…
−¡Oh Dios mío! –gritó Laura −. ¡Ya me lo he comido!
−Un momento… mi abuela odiaba la pizza –dijo mi hermana recuperando el sentido común.
Entonces se levantó y encendió la luz, y fue al lugar del que procedía la voz, que parecía ser la cocina. Allí, tras la pared, estaba agachado Frog con un cono de cartón en la boca, haciendo una voz fantasmal y tomándonos el pelo a todos.
−¡Maldito idiota! –le gritó mi hermana furiosa, y le dio tal capón que se oyó desde donde yo estaba. Pocos segundos después aparecía Frog en el salón, masajeándose la cabeza, dolorido…
El caso es que aquello de la ouija había sido un fracaso, no funcionaba.


3
La tienda de ocultismo


Todos quedamos un poco decepcionados después de que esa cosa no hubiera servido para nada. Yo me uní al grupo y noté a mi hermana algo triste.
−Podríamos ir a la tienda de ocultismo del centro –dije−. Allí seguro que saben hacer que funcione.
−Tonterías –contestó mi hermana antes de dar tiempo a los demás de decir nada−. Además, está muy lejos, y a estas horas…
−A mí no me parece mala idea: tenemos toda la noche −contestó Jesse−. Además, hemos venido en el coche de mi padre. Podemos ir allí, echar un vistazo, pedir consejo, y estar aquí para las doce. [...]




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Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown.
© 2017, D. D. Puche & Grimald Libros.
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